Dealerabuelas, minas explosivas y selva… Diario de viaje de Laos

[Diario sobre un viaje a Laos en 2002]
En las palabras de Charles Haughey, Primer Ministro irlandés, la situación puede describirse como “grotesca, inaudita, estrafalaria e increíble”. Son las 10:30 de la noche en un bar en las afueras de Luang Sing, una localidad en las afueras del resto de Laos, un país en las afueras de los recorridos turísticos del sureste asiático y, desde el punto de vista de una civilización (lo reconozco) eurocéntrica, lejos del confort que ofrece la tecnología a la civilización. Somos los únicos clientes, y nos hemos pasado la noche bebiendo cervezas buenísimas a precio absurdo servidas por nuestro encantador anfitrión. A las 9:30, hora en la que se corta el suministro eléctrico del generador local, encendió el suyo propio, para que pudiéramos seguir mirando videos en una pantalla gigante de televisión. Ahora, alumbrados por las velas en nuestras mesas, nos explica que va a apagarlo para irse a dormir, y a continuación desaparece, dejándonos con nuestras cervezas y una cuenta de bar pendiente. Entre los cuatro nos miramos nerviosamente, preguntándonos si somos los únicos malpensados que quisieran salir corriendo por la puerta (si hubiera puerta, ya que es sólo un marco vacío). Diez dólares en Laos son un montón de kip (nombre de la moneda local), por lo que en teoría estamos forrados, pero en cualquier otro lugar nuestro presupuesto sería muy limitado, lo que explica nuestra tentación. ¿Qué dueño de bar en Europa o Estados Unidos presentaría este tipo de desafío moral a sus clientes? No tenemos las agallas de ser deshonestos, por lo que ni bien hemos terminado nuestras cervezas, nos vamos a buscar al dueño del bar, que está durmiendo en una habitación trasera con su familia. Lo despertamos, con un poco de vergüenza, para pagar la cuenta y luego aventurarnos en la negra oscuridad nocturna.

Un cliché común acerca de Laos y su gente dice que el país es demasiado relajado como para ser bueno. Ya por la década de los cincuenta Norman Lewis comentaba en su colosal relato de viaje por el sureste asiático, A Dragon Apparent [Un dragón en apariencias]: “Trabajar más de lo necesario está considerado como maleducado y sacrílego… La acumulación de riquezas que no sean utilizadas para un fin definido, o con motivos justificados, puede ocasionar la pérdida de prestigio de un hombre entre sus vecinos, de la misma manera en que en Occidente se da el proceso contrario”[pg255/56, en la versión inglesa]. Como es el caso con todos los clichés, hay algo de verdad en esto, y llegar a Laos de ya sea Tailandia o Vietnam, la relativa falta de interés por parte de los lugareños por los turistas y sus dólares/kip es como una bocanada de aire fresco y puro para alguien que se esté asfixiando.

Savannakhet y Thakkek

Tres semanas anteriores habíamos cruzado a la frontera de Laos desde la desolada zona desmilitarizada de Vietnam. En espera del ‘autobús’ que nos llevaría a Savannakhet en el extremo sur del país, me di cuenta que todos los hombres y mujeres llevaban mascarillas de plástico o de algodón. Enseguida me invadió el miedo a las Gallinas, porque en Laos hay muchas gallinas, y me imaginé el violento ataque aéreo de varios tipos de peste aviar hasta ahora desconocidos. Siete horas más tarde, después de haber estado sentados felices en el compartimiento al aire libre creado rudimentariamente en la parte trasera de un camión que hacía las veces de autobús, y el peor traqueteo de toda mi vida, la razón de ser de las mascarillas se volvió más obvia y menos aviar. El polvillo rojizo del camino era interactivo, y una buena parte de éste pasó a hospedarse en mis orificios nasales, orejas, garganta y ojos.

La campiña es pobre y está destruida por la guerra y los bombardeos. A lo largo del camino se notan los cráteres que han dejado las bombas. Hay árboles de napalm pelados, secos, muertos, en el medio de los campos que todavía siguen a medio cultivar. Las vacas y los búfalos pastan, y entremedio juegan docenas de niños, mientras sus madres trabajan o descansan en casas que, construidas sobre pilotes, son poco más que plataformas de madera cubiertas.

Savannakhet tiene poco para entusiasmarse o, para lo que va el caso, poco para desilusionarse. Sencillamente es lo que es, nada más. Es la primera vez que veo a alguien caminar, tranquilamente, torpemente haciendo equilibrio con dos montones de billetes bajo el mentón, que llegarían a ser un par de millones de kip (en ese momento un dólar equivalía a 900 kip, y la denominación mayor era el billete de 500 kip). Sale del banco como si tal cosa, con la única preocupación de mantener la difícil carga en equilibrio, y nadie levanta una ceja. Se estima que el 40% de la población en este país tiene apenas el mínimo necesario para vivir (y del restante 60%, uno puede suponer con confianza que muy pocos están “forrados en oro”), y aún con esto, este paseante deambula sin que nadie lo moleste. No quisiera hacer comparaciones injustas, pero semanas atrás tuve la mala suerte de estar en una concurrida calle de Hanoi donde a una chica se le cayó la billetera, repleta con dinero pre Tet [de Año Nuevo vietnamita]. El melé subsiguiente, del cual yo fui miembro pasivo, me dejó con cardenales que me curaron de toda ilusión de que el vietnamita promedio es pequeño y delicado.

Savannakhet se encuentra separada de Tailandia, el gigante económico regional, por el río Mekong. En sus riberas se puede sentar uno todas las noches a disfrutar una deliciosa cerveza Lao, una de las mejores marcas de cerveza en la región, mientras que mira toda la riqueza tailandesa del otro lado. Es un duro contraste, quizás el equivalente de mirar desde Albania hacia la costa opuesta, donde brillan las luces de la costa italiana.

Una de las muchas explicaciones para el estado económico dispar de Tailandia y Laos tiene que ser el hecho de que entre 1962 y 1970 Estados Unidos luchó una guerra secreta en Laos, dejando caer más de dos millones de bombas en un país contra el cual nunca declararon la guerra oficialmente. Laos tiene todavía el índice más alto de minas y explosivos sin detonar en el mundo entero. A lo largo de todos los caminos (si se los puede llamar caminos… hay sólo tres ó cuatro caminos pavimentados en todo el país) hay horripilantes señales viales con calaveras y huesos cruzados que advierten sobre los peligros de exploración en la zona (de la misma manera que la vecina Cambodia, muchos resultan todavía heridos en explosiones, 30 años después de una guerra que oficialmente nunca ocurrió).

Cerca de Svannakhet, el pueblo de Thakkek ofrece un interior de cuevas fascinantes: huecos en impresionantes montañas karst. Esta serie de cuevas ha servido, a lo largo de la historia de Laos, como lugares de culto budista e hindú, con extraños santuarios adentro. Por un par de dólares un conductor de tuk tuk temerario nos lleva a dar un paseo por todo el día, para ver todas las cuevas en la zona.

La primera, Tham En, es inmensa y tiene estalactitas y estalagmitas, y una escalera de cemento completa con barandilla e iluminación de neón en verde, rojo y blanco que, no obstante los orígenes italianos de Francesca, mi pareja, nos parecieron algo de mal gusto. E
s como una discoteca de Disneyland incrustada en el vestíbulo de un palacio en la montaña, y al parecer es una excursión popular entre los lugareños que salen de juerga.

Tha Falang es un lugar precioso a orillas del río, sin indicios de cuevas, y al parecer fue un lugar muy en gracia con los colonos franceses (quienes, según Lewis, consideraban a Laos como un decandente lugar de descanso paradisíaco). El nombre Falang, por lo tanto, fue traducido como “diablos con cara pálida”, o sea nosotros.

Tham Pha In da la impresión de estar más aislado, y es un santuario al Dios Hindú Indra, cuya reflexión se puede ver, aparentemente, en los estanques de roca adentro de la cueva. Tiene un aire místico, mágico y sereno. Comienzo a evaluar la vida urbana, el consumismo, y las tragedias del mundo, cuando la voz de Francesca me vuelve a la realidad, sin explicaciones, y con un toque de pánico. Respirando hondo, preparándome a refunfuñar, retrocedo justo a tiempo para ¡vislumbrar una serpiente enorme, bien a lo alto por encima de nuestras cabezas! Se aleja súbitamente, meneándose, instintivamente detectando mis orígenes irlandeses (sin embargo San Patricio era galés, como señaló Francesca, siempre tan puntillosa con los datos históricos).

La aparición especial de reptiles y el peligro de explosivos sin detonar nos aguaron un poco el entusiasmo por explorar rincones y recovecos escondidos, pero la última cueva de nuestro paseo fue fabulosa. Than Ban Tham está situada justo afuera de una pequeña aldea donde los niños corren gritando ‘Sabaidee‘ (Hola), llenos de risitas y curiosidad. La cueva es enorme, hogar de un montón de murciélagos y budas, aparte de una u otra deidad hindú. Estas cuevas fueron utilizadas tanto por los Pathet Lao (los comunistas insurgentes de Laos, quienes terminaron por tomar el poder en 1974, en gran parte gracias al bombardeo feroz que el país sufrió a manos de las fuerzas estadounidenses), como los lugareños, que lo utilizaban de refugio antibombas.

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