Paseo a camello por el desierto de Rajastán: diario personal

Durante mi viaje de mochilero por La India, todos me repetían lo mismo: “para recorrer Rajastán lo mejor es un safari en camello”. A pesar de mi odio a este tipo de esnobismo de mochileros, lo primero que se me vino en mente fue la película Lawrence de Arabia. Siempre me fascinó la imagen de Peter O'Toole en el distante horizonte, llegando de una larga travesía por el Sinaí. ¡Me encantaría andar en camello! Había logrado evitar los temibles dolores de barriga típicos de los viajeros que no están acostumbrados a la comida hindú durante las dos primeras semanas de mi viaje. Desafortunadamente, sucumbí cuando llegué al la hermosa “ciudad azul” de Jodhpur. Jodhpur queda a sólo seis horas de tren de Jaisalmer, puerta de entrada al desierto de Rajastán, en el noroeste de La India. El dueño del “Joshi's Blue”, el hostal de Jodhpur donde me hospedé me alentaba a comer, pero yo me pasé la mayor parte de las 48 horas en la Ciudad Azul durmiendo y visitando los servicios anejos. A la hora de dejar Jodhpur ya me sentía mejor y listo para el desierto: no hice caso de las advertencias acerca de los safaris por el desierto en el mes de abril que me habían hecho los pasajeros del tren, sobre temperaturas que llegan a los 50oC. Después de todo, había soportado olas de calor en Toronto, de 20 y pico grados durante días. ¿Qué tan terrible podría ser? Además, es un calor seco.

En Jaisalmer, uno aprende rápidamente que antes de hacer frente al desierto, tiene uno que tratar con muchos personajes de reputación dudosa que intentan vender safaris en camello. Me habían prevenido al respecto, y como mochilero experto, no me preocupaba. De ninguna manera me dejaría atrapar en algún tipo de timo hindú de paseos a camello, por lo que tenía la intención de alquilar uno de esos cochecitos tirados por un hombre y dirigirme al hostal que el Lonely Planet calificaba de decente y como un buen lugar para conseguir safaris a buen precio. Me bajé del tren a las cinco de la mañana, sin saber si sería difícil conseguir un taxi. Bastó doblar la primera esquina para hallarme repentinamente bajo asedio: tuve que desfilar ante dueños de casas de hospedaje y wallahs que tiraban de cochecitos, que me latigueaban con sus llamados de atención. Competían todos por los pocos turistas locos que visitan Rajastán a mediados de abril. Intenté mantenerme firme y conseguir sólo el viaje a mi hostal, pero al parecer ninguno de los choferes estaba dispuesto a llevarme allí. Resulta que los viajes de taxi a casas de hospedaje de buena reputación temprano a la mañana no son muy lucrativas. Andaban todos tras el pez gordo: las relativamente enormes comisiones que recibirían al convencerme de algún viaje en camello.

Terminé aceptando la oferta del dueño del Hotel Hanna, que me propuso primero dejar a otros occidentales en su hotel, para después llevarme a donde yo quisiera si no me quería quedar en su hotel. No tenía muchas opciones, así que me fui con él. A los pocos minutos del viaje en jeep se presentó como Nice Khan y comenzó la venta agresiva de safaris en camello. Yo estaba resuelto: vería su hotel y le pediría que me acerque a mi casa de hospedaje. Como hermano de un comerciante de coches de segunda mano, no me iba a dejar convencer por ninguna artimaña comercial, y menos de alguien llamado “Nice Khan” (Khan el simpático).

Debo aclarar que mi viaje por La India era de duración limitada, y que sabía bien que verificar qué tipos de safaris a camello había y reservar uno me llevaría todo el día, y que el primero saldría a la mañana siguiente como muy temprano. Eran las seis de la mañana y Nice Khan me dijo que tenía un safari listo para partir en dos horas más. Le expliqué que, como viajaba solo, tenía la esperanza de conocer a mis compañeros de travesía primero, y que pensaba que hacer un safari en un grupo pequeño iba a ser más divertido. “Eso no es ningún problema”, me contestó, “El grupo que parte en dos horas consiste en una pareja de canadienses, dos chicas británicas, y una francesa. Todos tenían el mismo deseo de viajar en grupo”. Ahora, he de felicitar a Nice Khan por darse cuenta de lo que le interesaría a un hombre atravesando solo un extenso país. Mordí el anzuelo. De repente estaba interesado en este safari a camello, no sólo por las posibles ventajas, sino porque además me ahorraba un día entero de investigación. Nice Khan no me había vendido el paquete todavía, y le pedí conocer al resto del grupo del safari. “Ningún problema, los vas a conocer cuando lleguemos al hotel”.

Cuando llegamos al Hotel Hanna, Nice Khan me presentó a la pareja canadiense que al parecer partirían en safari en dos horas. El resto del grupo nos esperaría con los camellos. Cedí ante la presión de tomar una decisión rápida y pagué $1800 rupíes ($50 dólares canadienses) por un viaje de tres días (dos noches).

Llegar al borde del desierto donde nos encontraríamos con los camellos y el resto del grupo nos llevó un par de horas de coche. Ya en el encuentro con nuestros guías y al montarnos en los camellos para la primera etapa del viaje hacía un calor insoportable. Nos dijeron que nos encontraríamos con el resto del grupo a la hora de almorzar. Comenzamos la travesía por el desierto.

Me encantó ir montado en camello. El encanto me duró unos treinta minutos.

Pronto comencé a sentir una sensación incómoda en la parte interna de los muslos, como si alguien intentara separarlos como si fueran un hueso de la suerte. Ya había montado en caballo antes, pero la montura de un camello era algo a lo que mi ingle no estaba acostumbrada. ¿Cómo aliviar la molestia? La falta de estribos me hacía imposible presionar hacia abajo para aliviar los músculos, por lo que no tuve más remedio que sentarme todo despatarrado. A la hora, noté que uno de mis compañeros de viaje intentaba aliviar las molestias apoyando las piernas en el cuello del camello. Esto solucionaba el problema de elongación, pero colocaba todo el peso en el trasero. El constante vaivén del camello ocasionó pronto dolores intensos de tanta presión y fricción. El malestar se aliviaba solamente volviendo a abrir las piernas y dejándolas colgar.

Mientras luchaba por encontrar una posición cómoda, la temperatura seguía subiendo. Yo estaba no sólo débil y deshidratado a causa de mi reciente descompostura, sino que además estaba aquí, en pleno mediodía, en el medio del desierto de Rajastán, en una época del año donde sólo se encuentra a nativos aclimatizados y turistas de pocas luces. Simplemente me costaba creer el calor que hacía, y los rayos despiadados del sol.

No es cierto que en el desierto no se traspira: el sudor se evapora de manera instantánea, eliminando líquido del cuerpo mientras intenta bajar la temperatura. Alargué el brazo para tomar mi botella de agua, que sólo una hora atrás había estado helada. Los guías la habían atado cerca de la silla de montar y había quedado expuesta a los rayos directos del sol. Descubrí que cuando estoy con temperatura alta, con náuseas y
grandes dolores, el agua casi hirviendo no es muy refrescante. La frecuente flatulencia del camello adelante mío no era muy refrescante tampoco. Me obligué a tragar un par de tragos de agua, por no poder tolerar más que eso. Comencé a alucinar con bebidas gasesosas heladas, piscinas de natación y tormentas de nieve. Miré el reloj: sólo habían pasado noventa minutos. Ésta era una excursión de tres días.

Una hora más tarde divisé árboles en la distancia. Uno de los guías los señaló y dijo “almuerzo”. Me sentía tan débil que creí que me caería del camello en cualquier momento, pero me acordé que en “Lawrence de Arabia”, si te caías del camello te abandonaban en el desierto a tu suerte. Logré resistir hasta que llegamos al oasis. Los guías no hablaban mucho inglés, pero se dieron cuenta que no me encontraba bien. Rápidamente extendieron una frazada y me tendieron para que descansara. Intenté beber más agua pero todo lo que logré tragar fueron un par de sorbos. Prepararon el almuerzo mientras yo reposaba y la pareja me hacía compañía. Los guías explicaron que durante esta época del año es mejor esperar hasta las cinco de la tarde para proseguir la marcha. Poder sentarme nuevamente me llevó toda la tarde. Pensé que una brisa sería refrescante, pero los vientos fuertes ocasionales que provenían del este se sentían como mil secadores de pelo a temperatura máxima. Logré comer algo antes de emprender la segunda etapa de la travesía.

El sol bajo en el horizonte hizo que pudiéramos tolerar mejor la travesía, aunque seguía siendo incómodo y doloroso. A las tres horas de viaje llegamos finalmente al sitio de campamento para la noche. Estaba anocheciendo y después de media hora de descanso comencé a sentirme bien otra vez. Los guías cavaron un hoyo en el suelo, envolvieron mi botella de agua en una bolsa de arpillera y la enterraron por media hora. Muy ingenioso: cuando la desenterraron, el agua se había enfriado lo suficiente como para hacerla nuevamente bebible. Prepararon la cena y finalmente pude entablar conversación con mis compañeros de viaje. Nos dimos cuenta que Nice Khan los había despertado esa mañana para avisarles que el resto de la gente de su grupo de excursión había comenzado a llegar (les había mentido la noche anterior). Habían estado viajando solos durante bastante tiempo y por eso les pareció que hacer este safari en grupo sería más divertido. Nice Khan los había usado para engatusarme, y me había usado a mí para engatusarlos a ellos. Caímos en la cuenta que los otros tres presuntos miembros del grupo no eran más que un espejismo.

Por suerte, nosotros tres nos llevamos bien. Pasamos una velada agradable comiendo patatas al curry y chapattis, mientras admirábamos la luna llena y el cielo límpido. La luz de luna era deslumbrante, con la ayuda quizás de cigarrillos que habían enrollado y me pasaron varias veces durante la noche. Yacer bajo el cielo del desierto iluminado por la luna clara era una bella experiencia. Comenzaron a sentirse ruidos a la distancia. En la distancia, un pastor local que guiaba un rebaño de cabras en nuestra dirección se paró en lo alto de una duna. Era amigo de nuestros guías, y pasó la noche con nosotros (las cabras también). Dormimos bien, sobre alfombras y al aire libre.

Me desperté bien y con hambre. Desayunamos pan y huevos, empacamos y comenzamos la misma rutina que el día anterior. Me sentía fuerte otra vez, por lo que podía tolerar mejor el calor y el dolor, aunque no veía la hora de bajarme del maldito camello. Se me ocurrió guardar mi botella de agua en una media de lana mojada, que previno que el agua se calentara excesivamente. Mis compañeros de viaje tocaron “música trance” y me explicaron el movimiento de “música trance” en Montreal, el que aparentemente me perdí aunque hubiera vivido en esa ciudad durante siete años cuando estudiaba. Acerca de las ocho de la noche acampamos, y se nos acercó un muchacho que al parecer deambula por el desierto con un saco de arpillera donde lleva un par de botellas de Coca-Cola y 7up para los turistas. Pagué veinte veces el precio de una Coca-Cola en la ciudad, pero él era la oferta y yo la demanda. Luego de una cena simple pero apetitosa oímos otro campamento a la distancia y fuimos a investigar. Nos topamos con un safari de lujo con menúes completos, bebidas heladas, monturas de camello cómodas y carpas para protegerse de los elementos. Resultó que no habían pagado mucho más que nosotros, aunque obviamente no habían tenido el placer de conocer al señor Nice Khan.

Casi se me salen los ojos de órbita cuando ví un un refrigerador lleno de hielo y con muchas botellas de cerveza Kingfisher. Los guías tuvieron la amabilidad de vendernos un par de botellas a alto precio, pero una cervecita helada en el medio del desierto vale la pena. Luego regresamos a nuestro campamento básico para seguir fumando y para dormir profundamente bajo las estrellas.

Ya al tercer día del viaje, me estaba acostumbrando a montar camello. En el camino de regreso al pueblo, un grupo de niños locales montados sobre un asno se mofaron de nosotros y nos gritaron “¡Safari de burros!”. Luego de seis horas más de marcha, llegamos al camino principal, donde Nice Khan vino a buscarnos y a dejar otro grupo que quería hacer un safari de dos días. Soy todo elogios para nuestros guías, que hicieron todo lo posible por brindarnos un safari lo más agradable posible con los limitados recursos con los que contaban. Nuestro grupo, sin embargo, era todo desprecio para con el señor Khan. No nos gustó que nos cobrara de más y que nos mintiera, pero nos mordimos la lengua hasta que llegamos al Hotel Hanna. Yo soy de tener muy mal genio, pero en la discusión que siguió era el más calmo. Los que más nos enfureció fue la falta de agua potable y la comida de inferior calidad, generalmente pan y patatas. Creo que logramos ahuyentar a un par de clientes potenciales, quienes espero hayan comprado sus paquetes de una agencia de safaris de mejor reputación.

Han pasado cuatro años desde esa excursión al desierto, y mientras escribo este artículo sentado en mi acogedor escritorio en casa, sorbiendo té y mirando la nieve caer afuera de mi ventana, algunos se preguntarán si quisiera volver al desierto. Los que todavía se lo pregunten deberían releer este artículo desde el comienzo.

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