El arte del bolillo en Italia, entrevista con la maestra Simona Iannini

L’Aquila planea sobre el valle presidido por el Gran Sasso. La antiguedad de sus portones, sus iglesias cuidadosamente restauradas, sus fuentes, el Castillo de los Espaňoles con los dos kilómetros de foso que lo circundan, la desnudez de la Fontana Luminosa, me dan la bienvenida en este día asombrosamente cálido de agosto. La ciudad debe su nombre a la imagen del escudo de los gibelinos, aunque algunos de los habitantes juran que se deba a la forma en que se trazaron originalmente sus calles: un águila esplendorosa con las alas abiertas al pie de la montaňa más alta de los Apeninos.

 

Yo llego sofocada de la arrogante Roma imperial con su caótica vida acelerada. Dejo atrás los muros en ruinas del Foro que me hablan de aquel pasado grandioso que aún hoy, se respira en el Quirinale y en las boutiques de moda de Piazza de Spagna, y me encuentro con esta pequeňa comunidad, viva como nunca, disfrutando de un verano del que disfrutan sólo unos días al aňo, fantástico lujo en un lugar donde se llega fácilmente a los 12 grados bajo cero.

 

El municipio, con unos 69,400 habitantes, es un conjunto de casas antiguas, que hacen alzar la vista en admiración al más despistado. De estilos barroco y renacentista, ¿quién puede perderse sus impresionantes balcones y los detallados ornamentos de sus fachadas? Los edificios dispuestos en un laberinto de callejuelas, han servido de inspiración a los muchos artistas locales que exponen en las numerosas galerías de arte que pueden visitarse en la ciudad. El nivel cultural es elevado, se ve en el hablar calmado del paseante. La universidad es el alma central de la comunidad, y aquí llegan estudiantes de toda Italia buscando concentración al amor de los hogares encendidos en el frío invierno abruzzese. El Gran Sasso, mira vigilante desde su posición privilegiada, una roca desnuda que se erige inamovible sobre una de las ciudades más bellas del país.

 

Geográficamente, L’Aquila es bien conocida por ser la capital del Abruzzo. Se trata de la ciudad más cercana a la estación de esquí de Campo Imperatore. Históricamente, guarda el triste recuerdo de la invasión alemana durante el final de la Segunda Guerra. Los ciudadanos más ancianos aún cuentan historias de cómo las botas de los soldados sonaban por las calles estrechas del centro, de cómo desde Collebrincione, aldea vecina, contemplaban la llegada de Mussolini y sus hombres de confianza a su residencia de vacaciones en lo alto de la montaňa. Quizás se explique así porqué los alemanes hicieron fuerte en el majestuoso Castillo Espaňol durante aquellos frenéticos días.

L’Aquila guarda un glorioso pasado, durante el siglo XV se la consideraba la segunda ciudad más poderosa en el Reino, siendo Nápoles la primera. Su economía entonces se basaba en la lana y el azafrán que exportaba al resto de Europa. Fue en 1504 cuando la población cayó bajo el dominio de los espaňoles, siguiendo a esta ocupación una serie de batallas que concluyeron en la definitiva toma de la ciudad por el Virrey Filiberto van Oranje, en nombre de Carlos V de Espaňa bajo cuyo destructivo mandato fue erigido el magnífico fuerte. El fuerte no se construyó como elemento de defensa, sino como medio de control de los rebeldes aquilanos: ad reprimendam aquilanorum audaciam. De hecho, si uno presta atención puede apreciar claramente que los caňones estaban situados no apuntando hacia los alrededores de L’Aquila en defensa contra posibles atacantes, sino hacia el corazón de la misma ciudad.

La majestuosa fortaleza fue diseňada por el arquitecto Don Pirro Aloisio Escribà  y el dinero empleado en la construcción se obtuvo de las tasas impuestas a los ciudadanos, lo que influyó muy negativamente en la economía local. Es por este motivo que aún hoy quedan partes de la ciudadela inacabadas.

Allí me dirijo: al Castillo de los Espaňoles. Paso la plaza de la Fontana Luminosa. Dos mujeres desnudas de cuerpos perfectos con un barreňo de agua en alto me miran arrogantes desde el centro del agua. El sonido de la cascada artificial me ha acompaňado toda la noche, ahora paso tan de cerca que el agua helada que llega de ella me salpica la cara. La estatua es de un ejemplar estilo fascista: cuerpos atléticos a imitación de las representaciones que he dejado atrás en el Foro Romano y en los pasillos del Coliseo. Me adentro en un parque con el suelo cubierto de piedrinas blancas que me dificultan el paso. Bajo la sombra de los árboles veo parejas de ancianos leyendo el periódico, jóvenes disfrutando del fresquito que sólo se aprecia en este punto exacto. Y sumida en mis pensamientos y mi acaloramiento, me topo de frente con la austeridad de la patria que dejé ya hace aňos, no sólo física sino también emocionalmente. La fortaleza de piedra maciza, blanca, con ángulos en las esquinas, me hace pensar en la grandiosidad de Castilla, en sus guerreros a caballo, en las damas que asomadas a las ventanas sin vidrio esperaban pacientemente en sus cárceles de oro. Cruzo el macizo puente que me recuerda al de la Ciudadela de Pamplona, mi propia ciudad natal, y me encuentro un escudo sobre la puerta; en el centro: las cadenas de Navarra, mi hogar eterno. Pienso que quizás sea por todas estas coincidencias que me siento aquí como en casa. Puede que por la montaňa azulada y verde que me saluda desde detrás del castillo, o por las callecitas de adoquines que se abren estrechas por la parte antigua, o por el orgullo con que los ciudadanos me hablan, llenándoseles la boca, con emoción y cariňo, sobre los orígenes de su ciudad querida. Pero lo más asombroso en esta ciudad mágica, lo más admirable es la presencia cultural. Rebosa de los portalones y me viene al encuentro entre los visillos hechos a bolillos de las casas, entre los sabores tradicionales del helado y la pizza al taglio que me llama perfumada desde los mostradores de las pizzerias.

Vuelvo mi atención al castillo y una especie de escalones de piedra, claramente diseňados para las caballerías, me portan a las mazmorras. Imagino la cantidad de prisioneros que se habrán congelado en ellas. Llego al sótano, a la parte que se utilizaba de almacén, y es allí que encuentro a Simona. La sala es espaciosa, toda en piedra, sobre las paredes se han improvisado unos paneles expositores que muestran las más bellas obras de arte. Yo llego aquí movida por la curiosidad, por la fama de los bolillos aquilanos e ingénua y entusiasta me ofrezco a seguir un curso. Un curso que me ha llevado al descubrimiento de la magia de mis propios dedos y a las fascinantes pequeňas obras de arte de Simona Iannini, esta excelente encajera que será mi maestra.

 

Simona comenzó muy joven, a los diecisiete aňos, como una original afición. Me cuenta que el primer encuentro con el mundillo fue casual, viendo el trabajo de una amiga. “Fue amor a primera vista”, me dice, “fue ella mi primera profesora”, continúa. “Me repetía las lecciones a las que ella misma atendía, yo no podía asistir porque estaba estudiando mi licenciatura y los horarios eran incompatibles. La profesora de su curso era la maestra Vita Maria Aprile, y es ella la bolillera a quien más admiro. Es generosa, trabaja los bolillos con cariňo y desinterés, cualidades raras en este sector”.

Verdaderamente he notado mucha rivalidad entre las distintas profesoras que trabajan este arte. Me olvido de las estrictas reglas de educación que he apreciado existen en esta zona y me lanzo a la pregunta directa, esperando conseguir información al respecto:

 “¿No sería mejor trabajar todas juntas?” disparo.

“El mundo del encaje ha sido siempre mayormente femenino y sinceramente, hacer trabajar a las mujeres unidas no ha sido siempre fácil”, explica sin inmutarse. “Además de esto, ha habido y todavía hay, mucha envidia, tanta que algunas encajeras, antes de morir quemaban sus diseňos, o incluso se los hacían meter en su propio ataud”. Me fascinan estas explicaciones y ella sigue contándome que no dejaban su trabajo ni siquiera a los propios hijos. “Todo esto ha causado un daňo inmenso”, se lamenta. “Considera que tras 23 aňos en este trabajo, todavía estudio las técnicas del bolillo aquilano para poder recuperar aquellos puntos que se han ido perdiendo. Esta actitud no es única aquí en L’Aquila, es un hábito ampliamente extendido. Personalmente, se me ha reprochado muchas veces que enseňo demasiado, o sea que hablo o explico más de lo debido”.

“¿Te has sentido criticada por alimentar una pasión tan antigua?” le pregunto. “Soy cotidianamente criticada”, responde. “Vivo mi trabajo con sentimientos de culpabilidad”, confiesa, “muchos creen que he tirado a la basura una carrera para dedicarme a lo que, según ellos, debería de ser solo una afición. Pero la verdad es que a mí como a tantas otras personas, me ocupa toda la jornada. Esta labor requiere estudio, concentración, empeňo constante. Dedicarle poco tiempo es imposible”. 

Aún me pregunto como ha llegado a convertirse en un trabajo para esta mujer moderna que tiene su propia carrera universitaria y una educación exquisita. “Diría que se convirtió en mi actividad principal casi de la noche a la maňana, primero con algunos encargos, después abrí un taller, comencé a dar clases, publiqué algún libro, artículos, comencé a asistir a muestras especializadas y convenciones del sector, hasta que, finalmente, he podido inaugurar mi propia Academia”.

 Simona acaba de abrir esta Academia en la que no trabaja sola, a través de su colaboración con varias organizaciones y su asistencia incansable a muestras y exhibiciones, ha conseguido establecer una red internacional de contactos. Conoce a gente como ella misma dedicada a esta vida de hilos y bolillos, en diversos países. Ha viajado a Alemania o Espaňa, siempre con el propósito de mejorar sus conocimientos para luego pasarlos a sus entusiastas alumnos. Yo, erróneamente lo consideraba un arte en peligro de extinción, pero ella me habla de un renacimiento debido a las grandes iniciativas llevadas a cabo tanto en Italia como en el resto de Europa. “También las numerosas escuelas que se han ido abriendo ayudan a la difusión y al conocimiento de los bolillos”, aclara. “El amor por lo bello no acaba nunca”.

 

Y es aquí que me paro para admirar la verdadera belleza que nace de sus dedos. Una bobina de hilo, y unos palitos sujetos con alfileres a un almohadón y, como por arte de magia, se ve surgir de entre los nudos y el lío de las hebras el más maravilloso diseňo, una más de las estupendas pequeňas creaciones que luego hará enjarzar en oro o plata y que finalmente, adornarán los más encantadores escotes.

 

“Siempre he realizado las joyas”, comienza a decirme, “pero anteriormente eran solo modelos clásicos, el tipo de trabajo que hago ahora, es resultado de la idea de mi hermana. He elaborado su idea original y han nacido nuevas piezas tanto en cuanto a técnica como en cuanto a modo de elaboración”.

 

Las mujeres de mi propia familia han trabajado por generaciones los bolillos y se están poniendo de moda una vez más también en países como Francia o Reino Unido. Simona, de hecho, ha trabajado en un proyecto europeo en el que han participado artistas de Alemania, Espaňa, Eslovenia o Bélgica entre otros. Me habla de cómo en muchos de estos países es considerado como un oficio más. “Me explicaba la representante alemana”, aňade, “que a algunos niveles es comparable a una carrera universitaria. Se estudia en las escuelas, es altamente reconocido, en suma, que se le da el valor justo”.

 “El mundillo (nombre que se le da al almohadón donde se insertan los alfileres para trabajar las puntillas) es de diferente tipo en cada país, sin tocar el aspecto técnico, diría que cada lugar dispone de su propio mundillo característico. Piensa que en Abruzzo (provincia en la que nos encontramos) se encuentran ya más de tres técnicas diversas entre sí”. El entusiasmo de Simona, su exclusiva dedicación son únicos, pero me pregunto si esta mujer que parece se pase media vida en aviones y en conferencias con el extranjero, puede realmente vivir de los ingresos que los encajes le ofrecen. “Ante todo, esto se hace por amor”, dice, “¡un amor loco!” aňade. “Si se posee un taller y se dan clases, se va defendiendo una, ciertamente que no se enriquece económicamente. Muchas de las investigaciones que se hacen, se hacen gratis, y en cambio donde quiera que vayas por información has de pagar. Se habla de fondos disponibles, pero nadie sabe nunca como obtenerlos”.

 

Vuelvo al tema de las clases y siendo yo una de sus alumnas, le pido que me hable de qué tipo de gente es la que se muestra interesada en aprender esta pericia artesanal. “La media de edad es bastante amplia”, responde, “va de los 12 a los 74 aňos. Durante los cursos se establece una relación de amistad, nos divertimos, estudiamos, creamos juntos. El halago más bonito que he recibido vino de una joven que me confesó no tener que depender de las pastillas antipánico que había tomado hasta entonces, gracias al trabajo con los bolillos”.

 Me divierte con una nueva palabra, posiblemente de su propia creación: “encajeterapia.” Reflexiona como en el mundo de prisas en el que vivimos, pararse y crear algo simplemente para uno mismo, muchas veces ayuda a sentirse mejor. Yo le planteo que me parece un ambiente dominado por las mujeres y me lleva la contraria. “En el pasado los arquitectos hacían los diseňos y las mujeres realizaban los encajes,” me explica. “Hoy en día son muchos los hombres que se acercan a este arte,” aňade. “El aňo pasado tuvimos alumnos y al ir a exponer en las ferias del sector, se da siempre una mayor presencia masculina entre los expositores y  ¡son muy celosos de su trabajo!”

Simona Iannini tiene su tienda taller en el centro de L’Aquila, en una de las estrechas y tortuosas callejuelas de la parte vieja: Via de Navelli 13. Es allí donde pueden encontrarse sus trabajos e información sobre los cursos que lleva impartiendo desde el aňo 1995. Sigue viviendo en la ciudad que la vio nacer en 1969. Como ya hemos visto, su pasión por este trabajo no le impidió licenciarse en Ciencias Políticas aunque nunca llegara a dedicarse a ello. Desde el 1994 sus cursos y sus muestras la han llevado a diversos lugares y países y se entusiasma en el estudio de los diferentes estilos que se pueden encontrar en diferentes regiones. Su método es innovativo, divertido y fácil de seguir. Sus pacientes explicaciones llevan al estudiante a la elaboración de sus propios trabajillos, primero con los puntos más simples, luego aumentando la dificultad, hasta llegar a crear un bello amasijo de hilo que deja espacio a calados de diversos tamaňos y que con la práctica se van convirtiendo en dibujos más o menos abstractos dependiendo del gusto y el talento del que los elabora. No mete prisa, es una profesora paciente y en frases cortas y precisas me va pasando los secretillos de la labor. Me explica que trabaja con el internacional código de los colores y que lo ha adaptado al método aquilano. Confieso aquí que no sé si podría yo misma repetir una de sus clases a otra persona, como en su tiempo hacía con ella la buena amiga que la introdujo a este mundo, pero escuchándola y mirando el movimiento de sus dedos, voy entendiendo poco a poco la técnica, voy siendo capaz yo misma, de recrear los puntos básicos que luego podré trabajar en mi propia casa.  

Simona fundó en el 2005 la Asociación Cultural «La Bottega delle Api Operose» (El Taller de las Abejas Laboriosas) compuesta por diversos artistas y artesanos y que mantiene una intensa actividad creativa. Es en ese mismo aňo que una de sus joyas obtuvo una mención especial y fue el mismo Presidente de la República Italiana quien le hizo entrega de la medalla de plata, obteniendo en el 2006 de nuevo otra mención con uno de sus trabajos de joyería.

 Poco a poco, el trabajo va naciendo en mi mundillo, mis dedos torpes se pelean con las tiras de hilo mientras que los bolillos de Simona cantan desde el mundillo de al lado. Sus dedos apenas rozan la madera, el sonido a campo, a montaňa, a chimenea encendida en las largas horas de invierno, despiertan mi imaginación, me hacen envidiar su habilidad, me llenan la cabeza de sueňos, me transportan al mundo en el que la mujer, trabajaba laboriosa, como estas abejas que dan nombre a esta asociación artesana. Los visillos blancos, el calor del hogar, la mirada atenta de los hijos orgullosos. Horas de invierno dedicadas a dar vida a las puntillas que luego adornarían sábanas y toallas para el ajuar de las hijas.

 Iannini ha hecho más que trabajar el hilo. Ella ha dado otra dimensión a la técnica tan meticulosamente conservada durante siglos. De sus manos nacen delicadas siluetas de la Virgen con el Niňo, que serviran para adornar bandejas y posavasos de plata.

 Me dice que Espaňa es “alucinante” en cuanto al diseňo de los encajes y en cuanto a maneras de trabajo. Secretamente lamento no haberme dado cuenta por mi misma mucho antes, pero en mi mesita de noche luce ahora, una fina puntilla de hilo hecha bajo sus detalladas instrucciones.

 

Esperemos que este no sea nuestro último encuentro con ella. ¡Gracias Maestra!

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